Viaja. Viaja solo. Yo no he encontrado forma mejor de disfrutar de mis pensamientos, de desconectar de los otros y conectar con uno mismo. No hace falta irse a la otra punta del mundo, simplemente estar unas buenas horas viajando, alejado de gente que conozcas y sin otra opción que estar encerrado (en un coche, en un tren, en un avión, en un camino) y hablar contigo mismo.
Ahora más que nunca cuesta desconectar de tu día a día. Es poca la gente capaz de aislarse en medio de su día a día para verlo todo desde fuera. Yo, al menos, no puedo. Así que cuando viajo disfruto de la posibilidad de reducir mi actividad al mínimo y poder centrar mis pensamientos en mí. En quién soy, en qué hago, en qué quiero. No lo fuerzo, no es un examen de conciencia, simplemente no tengo otra cosa en qué pensar. El viaje me transporta, nunca mejor dicho, a una burbuja en la que no hay nada más que la esencia. Ninguna de mis preocupaciones del día a día tiene ninguna importancia. Es un maravilloso paréntesis de tranquilidad.
En otras épocas de mi vida, esto era un infierno. Pensar demasiado era mala cosa. Intentaba estar con otra gente, hacer mil cosas, lo que fuera para no pensar, para no afrontar esas preguntas incómodas. Pero ahora no; desde hace unos años he conseguido dominar la bestia oculta en todo cerebro. Ahora soy capaz de verme desde fuera, desde fuera de mi vida porque mientras viajo no vivo mi vida.
Hay quien dice que eres lo que piensas justo antes de dormirte. Lo acepto, aunque con matices. Yo creo que eres lo que piensas cuando no piensas en nada más. Cuando no tienes ninguna distracción ni ninguna preocupación. ¿Dónde va tu mente cuando no tiene ninguna urgencia? ¿Dónde va cuando no la guías? Sea donde sea, pásate por ahí de vez en cuando. El viaje vale la pena.
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