Hace unos días, un compañero de colegio de mi hijo (4 años) le dijo tras pelearse ambos que era un mal niño. Mi hijo, indignado, respondió que él era un buen niño, porque se preocupaba de los otros cuando lloraban.
Cuando llegó a casa nos lo contó varias veces. Estaba preocupado e insistía en que él no es malo, sino todo lo contrario. No deja de ser una anécdota sin más importancia, pero retrata a la perfección lo que quiero tratar hoy: cómo la opinión de los otros define (en parte) lo que somos.
¿Quién soy yo? ¿Periodista, Youtuber, padre, formador, conferenciante, marido? ¿Catalán, español, viejo, joven (de espíritu), vividor, emprendedor, culé, merengue, feminazi, facha, podemita, pionero, referente, vendido, independentista, hippie, comunista, capitalista? Todo ejemplos reales leídos en mis redes. Si tuviera que definirme en función de cómo me ven los otros sería una especie de Frankestein demoníaco esquizofrénico. Y la verdad es que me cuesta responder a peticiones básicas como «a qué te dedicas» o «preséntate en una línea».
Es cierto que tener presencia en las redes sociales provoca que más gente tenga una visión superficial o sesgada de ti y que, por lo tanto, te aplique etiquetas que no te definen, o no del todo, pero también es cierto que no podemos evitar que esa visión externa nos influencie. Mi caso, además, es particular, porque mi trabajo me obliga a tener muchos perfiles diferentes y, por suerte, no quepo en una definición tradicional al estilo de abogado, mecánico o actor.
¿Así que quién soy yo? Uno suele pensar que es lo que uno quiera ser. Que no debe dejarse influenciar por los demás y que «yo y los que me conocen saben como soy». Que la complejidad se limita cuando me conoces de verdad y que no tengo por qué reducirme a una frase o una palabra. Y aunque este mensaje es positivo y ayuda a confeccionar una personalidad fuerte, no podemos vivir aislados o eligiendo la opinión de quién nos importa y quién no.
Todos necesitamos las etiquetas para gestionar un mundo muy complejo y además, cada vez más rápido. Tenemos contacto con tantas personas a diario (ya sea en las ciudades, en el trabajo u online) que necesitamos reducir la complejidad con etiquetas para poder gestionar tanta información. Necesitamos reducir los inputs que recibimos, simplificarlos y ordenarlos. Y para eso usamos las etiquetas.
Yo sé quién soy (o eso creo). Tras casi 40 años de vida creo que me conozco más o menos bien. Pero también es cierto que a veces me sorprendo o me doy cuenta de una característica (a veces buena, a veces mala) en la que nunca me había fijado. Y eso siempre viene de la observación de otros. Es también a través de mi interacción con los otros que me defino.
No podemos vivir aislados así que tenemos que tener en cuenta la percepción de otros y asumirla. Yo no soy catalán, español, viejo, joven (de espíritu), vividor, emprendedor, culé, merengue, feminazi, facha, podemita, pionero, referente, vendido, independentista, hippie, comunista o capitalista. O no sólo. Quizás un poco de cada, porque si alguien ha percibido eso es que quizás he dado esa impresión en algún momento.
Soy muchas cosas y nunca una de sola. Soy cosas diferentes hoy y mañana. Fui diferente ayer. Y más vale que siga cambiando y en movimiento o, como los tiburones, me podré dar por muerto. Que los porcentajes cambien, que las percepciones cambien, que surjan nuevos perfiles míos. Que cambie todo menos lo único que me diferencia, el nombre. Soy Roc.
Y bueno, bien pensado, eso también se puede cambiar.
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