Las emociones contagiosas

Este post no es para hablar del atentado de Barcelona. O no directamente. Pero creo que necesito explicar lo que siento y creo que esta puede ser una buena manera.

Ayer estaba muy triste, muy enfadado, muy indignado, muy asustado. Aunque ninguna de las víctimas es conocido mío y nosotros estábamos en la playa a cien kilómetros del atentado, esta vez me afectó más que nunca. Más de lo que esperaba.

He caminado muchas veces por Las Ramblas con mi familia, con mis hijos. Podríamos haber sido nosotros. Y veraneamos muy cerca de Cambirls, damos paseos por la noche. Podríamos también haber sido nosotros.

No necesito imágenes para comprender lo que pasó. Mi imaginación me sobra y me basta para visualizar cómo fue. Me imagino a mi familia arrollada, a mis amigos arrollados, a mis hijos, a sus amigos, a mis padres. Me lo imagino y me rompo por dentro.

Sí, cuanto más cerca lo ves, más te afecta. Es una obviedad, pero hay que recordarlo y asumirlo. Podríamos haber sido nosotros. Los que han muerto son como nosotros.

Ayer estaba destrozado y esta mañana no me he despertado mucho mejor, la verdad. Una de las cosas que más me impactaron era lo ajenos a todo este sufrimiento que estaban mis dos hijos. Felices, tranquilos. Tras un par de horas de informativos y Twitter, necesitaba salir a pasear, así que salí con mi hijo por el paseo marítimo. Entré en Facebook para ver si todos mis conocidos estaban bien y ahí vi una ilustración en italiano que un amigo compartió en su muro. Un niño pequeño se pregunta qué puede hacer si tiene miedo y su hermana mayor le dice que le apriete la mano más fuerte.

Con mi hijo agarrado a mi mano no pude evitar ponerme a llorar en medio del paseo. Por suerte él no se dio cuenta. Y digo por suerte porque no tengo ni la menor idea de cómo empezar a explicarle por qué estoy triste y por qué estoy asustado. Explicarle que aquel sitio por el que corretea divertido y alegre puede ser el sitio en el que morir atropellado por un desalmado que busca exactamente lo que ha conseguido. No sabría cómo explicárselo. No sé cómo se lo explicaré. Quizás porque no lo entiendo o quizás porque no quiero que sepa que el mundo, a veces, es así.

Pero por otro lado, verles sonreír, alegrarse con cualquier pequeña cosa, quererse porque sí, abrazarse porque sienta bien y despertarse cada día con una sonrisa es una de las virtudes que tienen los niños. Y que se contagian.

Así que voy a contar dos trivialidades, dos anécdotas tontas de padre orgulloso que no deberían importar a nadie más que a Laia y a mí, pero que espero que a vosotros os contagien un poco de alegría como lo han hecho conmigo esta mañana.

Os pongo en contexto. Ayer fuimos a Port Aventura y mi hijo quedó asombrado con lo alta que es la atracción Red Force, de FerrariLand. Se quedó con el nombre porque es un poco obsesivo a la hora de memorizar cosas. Esta mañana ha visto un Porsche aparcado en frente de casa (raro, no es una zona de mucha pasta), ha señalado el logo y me dice: mira, papa, este coche es del Red Force. Para él el caballo de Ferrari es Red Force y el león de Porsche se lo ha recordado, así que ha hecho la asociación de ideas. Una chorrada, pero me ha sacado una sonrisa, lo cual no es poco hoy.

Y luego volviendo en coche, Laia le pregunta si sabe alguna canción de delfines y mi hijo le dice que no. Pero a los diez segundos dice: espera, sí. Y se ha inventado una canción sobre la marcha, con melodía y todo. Es la primera vez que lo hace, así que tanto Laia como yo nos hemos quedado asombrados y se nos ha escapado una sonrisa de orgullo. De esas que valen la pena, que no las puedes frenar y que te curan todo porque son absolutas.

 

Esta es la canción:

 

Un dofí va passejant / però ja no pot passejar

S’ha trobat unes ulleres trencades / el dofí està plorant

 

(Un delfín va paseando / pero ya no puede pasear

Se ha encontrado unas gafas rotas / el delfín está llorando)

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