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Viaja solo

Viaja. Viaja solo. Yo no he encontrado forma mejor de disfrutar de mis pensamientos, de desconectar de los otros y conectar con uno mismo. No hace falta irse a la otra punta del mundo, simplemente estar unas buenas horas viajando, alejado de gente que conozcas y sin otra opción que estar encerrado (en un coche, en un tren, en un avión, en un camino) y hablar contigo mismo.

Ahora más que nunca cuesta desconectar de tu día a día. Es poca la gente capaz de aislarse en medio de su día a día para verlo todo desde fuera. Yo, al menos, no puedo. Así que cuando viajo disfruto de la posibilidad de reducir mi actividad al mínimo y poder centrar mis pensamientos en mí. En quién soy, en qué hago, en qué quiero. No lo fuerzo, no es un examen de conciencia, simplemente no tengo otra cosa en qué pensar. El viaje me transporta, nunca mejor dicho, a una burbuja en la que no hay nada más que la esencia. Ninguna de mis preocupaciones del día a día tiene ninguna importancia. Es un maravilloso paréntesis de tranquilidad.

En otras épocas de mi vida, esto era un infierno. Pensar demasiado era mala cosa. Intentaba estar con otra gente, hacer mil cosas, lo que fuera para no pensar, para no afrontar esas preguntas incómodas. Pero ahora no; desde hace unos años he conseguido dominar la bestia oculta en todo cerebro. Ahora soy capaz de verme desde fuera, desde fuera de mi vida porque mientras viajo no vivo mi vida.

Hay quien dice que eres lo que piensas justo antes de dormirte. Lo acepto, aunque con matices. Yo creo que eres lo que piensas cuando no piensas en nada más. Cuando no tienes ninguna distracción ni ninguna preocupación. ¿Dónde va tu mente cuando no tiene ninguna urgencia? ¿Dónde va cuando no la guías? Sea donde sea, pásate por ahí de vez en cuando. El viaje vale la pena.

 

 

Por favor

Pedir un favor parece tarea fácil, pero no lo es. Al menos no lo es hacerlo bien. Hay gente que no sabe pedir favores; creédme, me encuentro con ellos cada día. Por eso, porque sé que me lee mucha gente joven, me apetece compartir cuatro cosas sobre pedir favores.

  • Un favor se pide porque tú necesitas (o quieres) algo que no puedes conseguir por tus propios medios y la otra persona sí. Punto básico: tú necesitas a la otra persona. No es un acuerdo, no es una colaboración, no es cooperación. Tú necesitas a la otra persona, pero ella a ti, no*. Da igual quién seas (rico, famoso, listo, guapo, alto, mayor…), en esta situación particular, tú necesitas a la otra persona.
  • No puedes exigir, por eso los favores se piden. Aunque tu madre te haya querido muchísimo toda tu vida, no eres el centro del Universo. Que tú necesites algo y no puedas conseguirlo es tu problema y no el de nadie más.
  • Nadie está obligado a hacer favores. Te pueden responder que sí o que no. Pueden decidir ayudarte o no hacerlo. No hay ninguna obligación moral en cumplir un favor que te piden, porque no es un acuerdo, ni una colaboración ni cooperación. Es un favor.
  • Se dice gracias. Siempre. Tanto si te hacen el favor como si no. Porque, recordemos: tú lo necesitas y la otra persona no, no es un acuerdo, es tu problema y nadie está obligado.

 

Y sí, yo también pido favores a menudo. Y sí, estas cuatro cosas las he aprendido a base de cagarla no teniéndolas en cuenta.

 

 

*Muchas veces nos ayudamos por el bien común o por interés mutuo, pero entonces ya no son favores.

El mérito de ser viejo

Ser joven no es ningún mérito. Haber vivido menos no cuesta, no es algo de lo que enorgullecerse. Se te pasa. Tener menos edad no te da ninguna ventaja, aparte de tener más opciones de ganar si echas una carrera de aquí hasta lo alto de esa cuesta.

Ser ciegamente feliz a los 13 años, rebosar energía a los 15, ser rebelde a los 17, querer comerte el mundo a los 19, tomar las riendas de tu vida a los 20 no tiene mérito. No tiene mérito porque es lo normal. Estamos diseñados para eso, es nuestro momento de brillar, pero no como un sutil reflejo en una esfera de pulido metal, sino como el sol abrasador de agosto, a lo bestia, sin medida ni control. Brillas por abuso, por fuerza bruta, la fuerza de todo tu potencial, sin matices.

Lo que tiene mérito es ser feliz, tener energía, aún ser rebelde, comerte el mundo y gobernar el rumbo de tu vida a los 30, a los 40, a los 50. Eso sí tiene mérito. Porque como dijo Rosa Montero hace ya unos años, hacerse mayor es perder cosas. Perder potencial, perder ilusiones, perder escenarios posibles, perder pelo… Sólo ganas peso y preocupaciones. La vida se encarga de ir quitándote todo lo que te regaló de adolescente y cambiándotelo por responsabilidades y por muchos tienes-que-hacer. Cuando quieres darte cuenta, ya no te queda nada de tu juventud. Con suerte, te acuerdas y ya.

Por eso cuando alguien me dice que ya estoy viejo para jugar a videojuegos, hacer vídeos o vivir de lo que me gusta, siempre siento algo de pena. No por mí, claro, sino por ese joven que es demasiado joven para comprender el mérito que tengo. Ojalá él llegue a mi edad siendo, aún, joven.

Conoce a tu Youtuber favorito

En la prehistoria de los gameplays en Youtube, allá por 2010, era normal asistir a sonadas peleas entre Youtubers españoles cada dos por tres. Que si tú has hecho esto, que si tú hiciste aquello, que si tú en realidad querías decir eso…

Mi consejo (para Youtubers y para fans) siempre fue el mismo y sigue siéndolo: que tu canal hable por ti. Un Youtuber se expresa con sus vídeos y su canal. No hay mejor forma de conocer a alguien, de saber qué piensa, qué prioridades tiene, qué valora más, qué cree que es lo correcto, que mirando su canal. Por supuesto, la persona detrás del canal es un ente más complejo, con más matices y otras circunstancias, pero si hablamos de Youtubers (es decir, de la faceta de Youtuber de alguien), no hay mejor forma de conocerlo que viendo sus vídeos.

Así que si quieres conocer a tu Youtuber favorito, mira sus vídeos. Fíjate en qué hace, cómo lo hace y cuándo lo hace y sabrás de qué pasta está hecho. Y si eres Youtuber, no te metas en líos, no discutas, no te defiendas (o acuses a otros) con palabras. Que tu canal hable por ti.

Corolario: Cuida tu canal. Habla más de ti que cualquier otra cosa.

Querida Leticia

Todos tenemos nuestros puntos débiles, ese atajo directo a tu derrota. En mi caso son las ilusiones rotas de un niño. Los adultos solemos engañar a los niños por distintos motivos, la mayoría de ellos bienintencionados. Pero la realidad es que los engañamos.

Empezando por los Reyes Magos y acabando en el hombre del saco, amen de muchas otras mentiras piadosas o medias verdades. Jugamos con su ilusión y les hacemos creer en un mundo que se parece, pero no es el nuestro. O quizás nosotros hemos destruido el suyo, el auténtico. Quién sabe.

La cuestión es que me rompe por dentro cada vez que veo la ilusión de un niño rota. Y aún es peor si él no lo sabe o no se da cuenta. Ser consciente como adulto de que todas esas esperanzas, esa energía absoluta, sin matices, están puestas en algo que no sucederá, me puede.

Ejemplos hay miles, pero el último que viví me impactó especialmente. Fue en el plató de La2, rodando un capítulo de Fiesta Suprema. Necesitábamos una carta de atrezzo para uno de los sketches y el encargado nos trajo una de verdadera que tenían en un almacén.

Era una carta mandada por una niña a principios de los 90 y dirigida a Leticia Sabater, la presentadora del programa «Con mucha marcha», exitazo de la época. La carta estaba aún cerrada.

El simple hecho de imaginarme a la niña eligiendo el sobre (de color, con dibujos), buscando la dirección (no había internet en esa época), probablemente con la ayuda de sus padres, sincerándose con uno de sus ídolos y esperando que al menos Leticia leyera la carta, me llegó.

Sé que es una tontería y que probablemente esa niña sea ahora una mujer que se reiría sólo de recordar que le gustaba Leticia Sabater. Lo sé. Pero eso no cambia ese momento, esa ilusión puesta en un sobre que acabó, literalmente, olvidada en un almacén polvoriento.

Dudé entre abrirla o dejarla cerrada. Por un lado, no tenía nada que ver conmigo ni tenía derecho a abrirla (y leerla), pero por otro lado, pensé que esa carta merecía que alguien la leyera. Lo sé, soy un cursi.

Así que la abrí y la leí. Y eso acabó de matarme. Letras de colores, dibujos y mucha esperanza. Nada que no haya escrito cualquier niña de 12 años en algún momento de su vida. Una tontería. Algo gracioso, si lo piensas bien. Pero yo no puedo pensarlo bien. Estas cosas me pueden.

Lo pasaré mal con mi hijo.

Las pasas no pasan

Lo que contaré a continuación es un caso real, muy cercano a mi entorno.

Familia con tres hijos. Los padres deciden no ponerles ninguna vacuna a sus hijos por un compendio de motivos que no entraré a valorar y que van desde la apuesta por «lo natural» hasta la desconfianza hacia la industria de la salud.

El caso es que la madre, profesora, contrae la rubéola en la escuela en la que trabaja (en la que hay muchos padres que tampoco vacunan a sus hijos). Se trata de una enfermedad infecciosa relativamente grave (desconozco si ella misma estaba vacunada o no), especialmente en niños.

La rubéola es muy infecciosa y, lógicamente, la madre acaba contagiando a uno de sus hijos. En ese momento, los padres deciden vacunar a sus otros dos hijos. El argumento: «Hay que ir con cuidado, es que hay una pasa«.

Pues sí. ¿Y sabes por qué hay una pasa? Pues porque gente como esta madre no vacuna a sus hijos. Si todos los niños estuvieran vacunados ni habría pasa ni habría rubéola ni habría que vacunar a nadie más. No vale acordarse de las vacunas cuando ves la enfermedad cerca. Especialmente si tú has contribuido a que dicha enfermedad se expanda.

Este no es un post para entrar a debatir sobre todas las vacunas (algunas me parecen innecesarias y otras, simplemente, un sacacuartos), sino para subrayar el peligro que supone que alguien aplique su particular visión sobre las vacunas en base a una percepción egoísta, sin pensar en sus hijos lo primero y en el resto de niños, después.

Sí, la vacuna de la triple-vírica (que incluye la rubéola, pero también el sarampión y las paperas) tiene posibles efectos secundarios en una proporción muy pequeña de casos. Dichos efectos, sin embargo, son menos probables y muchos menos peligrosos que la propia enfermedad. Ponérsela a tus hijos es de cajón.

 

Yo no soy tonto. Y tú, tampoco.

Comprar lotería con la intención de hacerse rico es estúpido. Así lo demuestran las matemáticas. La Lotería tiene otras virtudes, pero no la de ser una inversión inteligente. Genera ilusión y la sensación de que todos tus problemas se pueden arreglar por un golpe de suerte. Y de que chorrocientos millones te harán más feliz.

Pero básicamente es una estafa que se basa en una ilusión errónea. Muchos pagan un poquito para que muy pocos se lleven mucha pasta. Y el Estado se queda un buen pellizco. Así ha sido siempre, tanto aquí como en cualquier otra parte del mundo. Es una estafa asumida y en la que jugamos (casi) todos. Y muy bien, oiga.

Sin embargo, me ha sorprendido ver que este año la política se ha sumado a la fiesta de la Lotería para sacar algo también. Su particular pellizquito. En Cataluña, TV3 enfocaba los resultados destacando que los catalanes se habían gastado más de 300 millones en el sorteo del Gordo y sólo «recuperaron» 30. Otra vez «Espanya ens roba»… De eso trata la Lotería, de meter dinero y no recuperarlo. Es injusto y desigual. Y no compran los territorios, sino las personas. Que le toque el Gordo al vecino me afecta tanto (o tan poco) como que le toque a un canario.

Pero que nadie se preocupe, que este año tenemos la Lotería catalana, que es el mismo engaño, pero con un componente nacional. «Voy a perder el dinero igual, pero al menos no se lo queden estos ladrones de Madrid». Y otras brillantes reflexiones racionales.

Pero en el resto de España tampoco se libran del enfoque político. Titula La Razón que «La lotería vuelve a unir a España«. Con dos cojones. Destacan que parte del Gordo tocó en Barcelona, como diciendo «para que luego os quejéis, catalanes».

Engañar a la gente con la Lotería tiene un pase. Al final, los números están ahí y si alguien quiere hacer caso omiso, está en su derecho, faltaría más. Pero engañar a la gente con sentimientos y argumentos patrióticos es algo que, reconozco, me puede.

El pacifista y el militar

– La violencia nunca es la solución.

– La gente como tú da vía libre a que otros nos invadan. Yo sólo quiero anticipar el problema y atacar primero.

– No estás anticipando el problema, lo estás creando. En el otro país alguien está teniendo la misma conversación.

– Y si en esa gana el militar, vendrás a llamar a mi puerta para que te proteja.

– Pero si ahí también gana el pacifista, vosotros dos estaréis en el paro y el resto, tranquilos y en paz.

Te regalo tu sueño

Recuerdo muy vivamente un momento de mi adolescencia. Sería probablemente 1993 o 94 y yo tenía 16 o 17 años. Estaba viendo la tele y echaban un making of del rodaje de Terminator 2, estrenada un par de años antes. En una de las escenas, estaban los protagonistas Arnold Schwarzenegger y Edward Furlong bromeando junto al busto mecánico de Terminator que se usó durante la película.

Recuerdo que un sentimiento muy agudo me punzó de repente. Yo quería estar ahí, yo quería vivir eso, yo quería ser Edward Furlong (por suerte, no se cumplió mi deseo…), yo quería estar al otro lado de la cámara, donde se fabrica la magia. Yo quería que Schwarzenneger bromeara conmigo. Era un sentimiento que quemaba, que dolía, en realidad. Ya sabes, cuando quieres con todas tus fuerzas algo que no puedes tener.

No puedo decir que haya perseguido mis sueños. Jamás, seguramente. Soy más de correr cuando se me pone delante una zanahoria apetitosa… y ver hasta dónde me lleva. No creo que debas condicionar tu vida al sueño que tenía tu yo de 14 o 15 años. Admiro a quien es capaz de proponerse un reto, una meta, y alcanzarla. Para mí, ese camino lleva un gran sufrimiento durante el trayecto y cierto vacío al llegar a la cima. Yo siempre he sido de pasear disfrutando del paisaje.

Y aquí estoy, a punto de estrenar un programa de televisión. De eso que te lías a andar y de repente te encuentras en un paraje inigualable. Lo que me lleva a otro recuerdo: a mediados de 2010 empecé a plantearme comprar una capturadora de vídeo que costaba 200 euros para emular a mis recientemente descubiertos Youtubers americanos favoritos. No hace falta recordar que por aquella época Youtube era en España poco más que gatos e Isasaweis.

Dudé. Dudé mucho. No por los 200 euros, que eran asumibles, sino porque yo sabía que eso era un primer paso hacia algo. Hacia algo importante, seguramente. Sabía que detrás de eso habría muchas horas, mucho trabajo y, seguramente, mucha felicidad. Una zanahoria (cara pero) muy apetitosa.

Mi canal de Youtube explotó; acerté en el momento, el lugar y el estilo y todo fue sobre ruedas. Crecí al mismo ritmo que la comunidad y, por primera vez en mi vida, me sentí famoso por algo que había hecho yo. Sin embargo, ese camino seguía teniendo un final incierto, alguna curva que llevaba a un bosque demasiado frondoso para ver qué había detrás.

Luego llegó el dinero y una exigencia suficiente como para que el hobby tentara con convertirse en un trabajo. En casi tres años he ingresado bastante dinero (si se compara con lo que gané en mis 15 años como entrenador de baloncesto, por ejemplo), pero lo que más aprecio, sin duda, son las oportunidades que se me han abierto a raíz del éxito del canal. Pude viajar gratis para probar juegos, colaborar con mis empresas favoritas, asistir a eventos exclusivos, conocer a mis Youtubers favoritos, ¡probarme un traje de captura de movimiento! y hasta tengo un récord Guinness.

Durante todo este tiempo, más que la fama o el dinero, lo que he buscado secretamente, íntimamente, es que alguien viera mi canal y pensara: «este tipo sabe lo que hace, tiene talento» y me propusiera algo serio*. Y así sucedió, casi con esas palabras exactas.

Hasta ahora simplemente me he limitado a disfrutar de cada nueva oportunidad, sin mirar hacia atrás. Pero con el programa de televisión me he dado cuenta de que ya soy Edward Furlong. Si mi yo de 15 o 16 años me viera ahora, probablemente me envidiaría.

Hay muchas formas de analizar tu vida. El destino, el trabajo, la suerte, el puro azar… Quizás he hecho méritos para llegar aquí o quizás todo ha sido fruto de la casualidad y de mi inmensa suerte. O quizás siempre he tenido dentro ese sueño que ha servido de motor silencioso, casi imperceptible, para ir moldeando mis decisiones, para ir guiando mi camino. Para decirme que sí, que compres la capturadora, coño. Y aquí estoy, regalándome mi propio sueño. Disfrútalo.

 

*Para la gente de mi generación, la televisión (y especialmente La2) es algo serio, es LA COSA. Youtube está bien, pero no hay nada que se compare a la tele.

 

Reflexiones de un (probable) nazi

Mike Godwin sabía muy bien lo que decía cuando formuló (medio en serio, medio en broma) su famosa teoría. A medida que una discusión online avanza, cada vez es más probable que alguien acabe mencionando a los nazis. Y su corolario es que quien menciona a los nazis, pierde inmediatamente la discusión.

¿Por qué? Pues porque los nazis son un absoluto, un último recurso. Como la violencia, en una muy precisa comparación. Los nazis son un arma perfecta, son absolutamente malos, sin discusiones ni matices, y además unos perdedores. Nadie (o casi nadie) los defiende en serio.

Por eso, cualquier comparación con los nazis debería estar prohibida, porque no aporta ningún matiz ni se sostiene; ellos fueron el mal absoluto, sin matices (o así se percibe en nuestro imaginario). Por eso, también, cualquier comparación con los nazis es siempre malintencionada, siempre busca una descalificación absoluta, siempre te debería hacer perder la discusión.

Es muy probable que tú, quien está leyendo este artículo, hayas sido etiquetado como nazi en alguna ocasión. Yo, desde luego, lo he sido; varias veces y por motivos muy diversos.

Esta reflexión nace a raíz (aunque no sólo) de la editorial en la que Pedro J. Ramírez, director de El Mundo, compara a los chicos que acudieron a la Vía Catalana con esos ilusionados jóvenes alemanes que creían a pies juntillas las consignas de los líderes nazis. Una vez juntadas las imágenes (la niña con la cara pintada con una estelada y el joven nazi en un cabaret), se adentra en argumentar su opinión.

Y tiene razón. Tiene razón en que la construcción de una idea de nación es algo esencialmente perverso y antiguo. Y peligroso. Tiene razón en que los niños piensan lo que les digas que deben pensar y que la construcción de una idea nacional suele ser excluyente. Lleva razón en que se necesita cierto adoctrinamiento y cierto borreguismo para creerte que tu país, ese trozo de tierra en el que naciste por accidente, es mejor que el resto (o diferente, siquiera) y que tú y los tuyos sois, de la misma forma, superiores.

Lo que no dice Pedro J. Ramírez y lo que hace intolerable el editorial, es que esas pautas se han visto en la construcción de cualquier sentimiento nacional en cualquier parte del mundo. ¿No vemos acaso lo mismo en la mirada de los niños norteamericanos? Encontraremos ejemplos de derechas, de izquierdas, en dictaduras y democracias. No hace falta ni que hablemos del franquismo…

La construcción nacional conlleva eso y yo seré el primero que lo critique. En el nombre de la libertad (especialmente la colectiva) se han cometido auténticas atrocidades. No seré yo quien sostenga que defender tu país, como un ente, sea algo bueno. Pero sí que critico elegir a los nazis para la comparación, ya que no es justo. No lo es porque, en el fondo, lo que estás diciendo es que estos niños catalanes, cualquier persona que se sienta catalán y quiera a su país (whatever that is), estaría encantado de gasear a unos cuantos judíos.

No, claro, en el artículo ya dice que no se puede comparar… sin embargo, lo compara. De todos los ejemplos de la historia mundial en la que ha habido un proceso como el que vivimos en Cataluña, el señor Ramírez se queda con los nazis. ¿Por azar? No. ¿Porque tiene más similitudes que con el resto? Tampoco. ¿Por qué, entonces? Pues porque es una forma (él cree que) sutil de demonizar algo que no le gusta.

Esto, desde luego, no es nuevo. Lo hemos visto muchas veces. El partido nazi era socialista (o parecido), apoyaba la nacionalización de los bienes, buscó reforzar la identidad a través de la lengua y la raza, era mucho más social de lo que la gente piensa. Hitler era, sin ir más lejos, vegetariano. Pero estaremos de acuerdo en que no sería lo más adecuado llamar nazi a todos los socialistas, a todos aquellos que quieren nacionalizar bienes, a todos aquellos que refuerzan una identidad, una raza, buscan soluciones sociales… o son vegetarianos.

No hay que olvidar la Historia, desde luego, pero quizás estaría bien que dejáramos de mentar a los nazis durante unas décadas. Quizás, así, podríamos discutir en paz.